Siempre se habla en Lloret del turismo. Los dueños de bares y negocios en la calle San Pedro y Carrer de la Vila siempre dicen que este año pinta mejor a principios de marzo y ya luego para julio dicen que la temporada va muy floja y a penas van a cubrir gastos. Los trabajadores de los hoteles que se esparcen por todo el pueblo comienzan con un día de fiesta y muchas ganas y para agosto ya están con los nervios destrozados, hace un mes y medio que no libran y el calor los tiene agotados.
Pero, como por arte de magia, llega el otoño, Halloween, la Fira Medieval, Las Fiestas Navideñas y después de la cuesta de enero todos tenemos ganas ya de que venga el buen tiempo y vuelvan los turistas. Las plantillas de las discotecas de Lloret quieren dejar de currar sólo dos días a la semana, los trabajadores de los hoteles que cierran, ya no ven la hora de generar ingresos más allá de la ayuda o el paro, los camareros y camareras tienen ganas de propinas y de ambientillo y los cocineros y cocineras van apareciendo como caracoles después de la lluvia, una vez llega finales de febrero.
Toda esta imagen la estoy pintando para dar a entender la filosofía de un pueblo como el de Lloret de Mar, donde desde los profesores que enseñan en las escuelas e institutos locales, los miembros de la Policía Local, Mossos, Policía Nacional y Guardia Civil y hasta el panadero del Lidl (bastante alejado ya de los hoteles y del “centro”), dependen del turismo. Un turismo que se empezó a masificar allá entre los años setenta y ochenta y se convirtió en el motivo de que muchas familias del resto de Catalunya y España vinieran y se asentaran en lo que era todavía un pequeño pueblo pescador que crecía a cada temporada.
Las familias autóctonas han alquilado y vendido tierras a hoteleros y magnates de la construcción. Otros han abierto negocios donde antes no los había y se han ganado un buen pan vendiendo souvenirs, ropa de verano y botellas de sangría en forma de una bailadora de flamenco… Los hay que abrieron restaurantes o agrandaron los mismos, una vez la afluencia de turistas y locales lo permitía y han pasado el negocio por generaciones. Y desde entonces, millones de extranjeros han venido a veranear a nuestro querido pueblo y se han enamorado de Lloret. De sus calles, de la iglesia de San Romà, de las fiestas de Santa Cristina, la Dona Marinera, el Castell d’en Plaja, Sa Caleta y las noches de jolgorio y fiesta que desde siempre han caracterizado a Lloret, le preguntes a un alemán de veinte o a un extremeño de setenta y cinco.
La industria hotelera ha generado riquezas y lugares de trabajo, pero sobretodo le ha dado una vida casi hasta bohemia a ese pueblecillo de las fotos en blanco y negro con las olas del mar rompiendo sobre el Ajuntament.
¿Y qué tiene que decir una gran parte de la población últimamente?
Sólo son quejas. No quieren que los turistas beban, no quieren que los turistas coman, no quieren que se diviertan, no quieren que hagan ruido. No quieren a los jóvenes porque son demasiado fiesteros, pero tampoco quieren a los del inserso porque no gastan. No quieren que abran más bares, pero si abre una tienda tampoco les parece bien. Dicen que hay barberos y peluqueros de sobra, pero han dejado de ir a los de toda la vida porque el “turco es más barato”. Pero si abren otro local, les parece mal. Les parece mal que haya okupas en los edificios abandonados, pero también les parece mal que los derrumben para construir algo nuevo. Les indigna que los turistas canten a la salida de una discoteca, pero son los primeros que acaban montando un lío en nochebuena o nochevieja cuando se han tomado una copa de más.
En fin, que si les preguntas qué es lo mejor de Lloret te suelen decir, el ambiente, el paseo marítimo, la playa, los caminos de ronda y tal restaurante y tal bar. Y la ironía está en que sin los ingresos del turismo muchas de esas cosas ni siquiera existirían hoy en día.
¿Hay que replantearse las estrategias de turismo?
Quizás, tal vez, puede ser. Es el trabajo del Ayuntamiento y de las juntas, ¡que hay muchísimas! Y de los concejales y concejalas. Pero tomar al turismo como medida de todo lo malo que hay en el pueblo y como culpable de todo lo que va mal… No sé a quién beneficia, pero a la gente de Lloret de Mar seguro que no. Si no, preguntadle a vuestros padres o abuelos cómo se han ganado la vida y porque se asentaron en Lloret y no en Tossa, Malgrat, Blanes o la conchinchina.
Y por favor, que alguien me explique ya qué es el “turismo de calidad familiar” que gasta tan bien, porque las familias del siglo XXI que conozco, cuando viajan, lo hacen con un presupuesto ajustadito, porque gastarse miles de euros en vuelos y hotel ya les supone bastante esfuerzo. No sé vosotros, pero familias que desembolsen tres, cuatro y hasta cinco mil euros por una semana de hotel y playa y luego se gasten otros tantos en restaurantes, cafeterías y tiendas de ropa, yo conozco muy, pero que muy pocas.
Al fin y al cabo, al Lloret de verdad lo conoces en invierno, en las terrazas, tomando un café o, valgame dios, una cerveza y charlando con sus gentes de todo el mundo. Para mí, Lloret es un lugar abierto y fantástico. Y para millones de turistas una memoria para toda la vida.
El espíritu de Lloret está en los jóvenes que cumplen su primera temporada tras la barra de un bar, aprendiendo mucho más que como hacer un Aperol Spritz. La barra les enseña modales, disciplina y a ser responsables. En los camareros y camareras que chapan a las tres y salen a tomarse una con el resto del equipo. En los amores de verano. En las noches que acaban en la playa viendo el amanecer. En el camino a casa, con el camión de la limpieza pisándote los pies. En las risas compartidas. En los menús del día y en las historias de los personajes variopintos que frecuentan el bar.
Sí… Claro que a veces hay peleas y que donde hay gente hay crimen organizado, en todas partes lo hay. En todas. No es excusa, pero tampoco es causa y efecto del turismo, ni de una discoteca o un bar.
Los que queréis un Lloret “limpio”, deberíais ir a daros una vuelta por Calella o Pineda de noche. Muchísimo menos turismo, sí. Pero los locales cerrados, abandonados y los edificios en ruinas… ¡A punta pala! A veces, tal vez, puede ser que una calle desierta, en la penumbra, plagada de persianas chapadas y ventanas rotas os de más miedo que una avenida bien iluminada y llena de turistas disfrutando de sus vacaciones…