Columna de Opinión | Lloret a las tres de la madrugada (y no es en una discoteca)

He dedicado columnas a analizar el modelo turístico, a recordar el pasado y a proponer posibles futuros. Hoy, por una vez, quiero que nos callemos y escuchemos el sonido real de nuestro motor económico: el de unos pies cansados sobre el asfalto al final de un turno interminable.
Son las tres de la madrugada en Lloret de Mar. La música bombea desde las arterias principales de la fiesta y ríos de jóvenes, en la cima de su noche, buscan el siguiente bar, la siguiente aventura. Ríen, gritan, viven ese paraíso de euforia que les hemos vendido tan bien.
Y en medio de todo, ajena a la celebración, camina Sofía…
Sofía también es joven, tiene 22 años, como muchos de los que se cruza, pero su noche no tiene nada que ver con la de ellos. Para ella, las tres de la madrugada no es la mitad de la fiesta, es el final de la jornada. Mientras pasa junto a ellos, es prácticamente invisible. Un fantasma con el uniforme de un restaurante todavía puesto y un moño deshecho. El olor a fritanga que se ha pegado a su ropa es un escudo que la aísla del perfume dulzón de la noche.
Sofía es una de las miles de piezas del motor. La conocí hace unos días, en una de las pocas pausas que tenía para comer algo de pie en la cocina. Es de Cáceres y está estudiando para ser enfermera. El de Lloret es su tercer verano. Con lo que gana de junio a septiembre, paga el alquiler de su piso de estudiante y casi todo el curso.
Su día a día es un retrato de ese Lloret que no sale en los folletos. Empieza a las seis de la tarde, con la terraza vacía, y termina cuando el último cliente decide que ya ha bebido suficiente. En esas nueve horas, Sofía no solo sirve mesas. Es psicóloga de clientes malhumorados, traductora improvisada, equilibrista de bandejas y, sobre todo, actriz. Su sonrisa, me confiesa, es la herramienta más importante de su trabajo. Pesa más que la bandeja.
“Hay días buenos, cuando te toca una familia simpática que te da las gracias de verdad, o cuando bromeas con los compañeros en la cocina y se te pasa la hora volando. Esos días, los 20.000 pasos que marca mi móvil duelen menos”.
Pero hay otros días. Los días de clientes que te tratan como si no existieras, que se quejan con arrogancia o que dejan la mesa como un campo de batalla. Los días en que la presión te ahoga y solo sueñas con llegar al piso que compartes con otras cuatro personas, donde el agua caliente a veces es un lujo.
Mientras Sofía camina hacia casa, no piensa en la belleza de la luna sobre el mar. Piensa en que le quedan cuatro horas para dormir antes de que el sol empiece a calentar de nuevo las paredes de su habitación.
Y aquí es donde nuestra reflexión como pueblo debe empezar. Hemos hablado de la saturación, de la calidad versus la cantidad, de la sostenibilidad. Pero, ¿hemos hablado de esto? ¿Hemos hablado de la sostenibilidad humana de nuestro modelo?
El éxito de Lloret se construye sobre la espalda de miles de “Sofías”. Jóvenes (y no tan jóvenes) que renuncian a su verano, a su descanso y, a veces, a su dignidad, para que la gran rueda siga girando. Son el motor invisible, la sangre que bombea en las venas de nuestro pueblo durante la temporada alta.
No escribo esto como una crítica a los empresarios. Muchos de ellos también trabajan sin descanso y se enfrentan a una presión brutal. Lo escribo como un recordatorio para todos. Para que cuando nos quejemos del “turismo de excesos”, entendamos que a menudo quien más lo sufre no es el residente que no puede dormir, sino la persona que tiene que limpiarlo por un sueldo precario.
La próxima vez que paseen por Lloret en una noche de verano y vean a alguien con uniforme caminando deprisa en dirección contraria a la fiesta, fíjense bien. No es solo un trabajador. Es la prueba viviente de que el paraíso, visto desde la sala de máquinas, tiene un aspecto muy, muy diferente.